La sorpresa
Caminata con un maestro de la contemplación
Tenía días sin caminar con un gran amigo, alguien que sabe mucho de la vida, pero no porque la haya leído en libros, sino porque la ha observado con detenimiento. Es un maestro de la contemplación. De esos que saben detenerse y mirar.
Recorrimos un largo trayecto por la ciudad. No fue solo una caminata: fue una forma de ver el mundo otra vez. Atravesamos urbanizaciones divididas por arroyos y barrancas, espacios que para muchos no existen, que son solo "vacíos" entre edificios. Pero para él —y gracias a él, también para mí— eran parte de un macromundo vivo.
Flores y olores
Rumbo a los olores
El verdor nos llama
Hablamos de los olores. Del olor a tierra húmeda que aparece después de la lluvia, del perfume de ciertas flores que uno no ve pero siente al pasar. Hablamos de cómo la mayoría ya no huele. Porque no camina. Porque no presta atención. Porque el mundo se ha vuelto más visual y ruidoso, y ha olvidado sus otras puertas.
Él hablaba del “macromundo”, como una gran inteligencia viva que se expresa en lo pequeño: en la forma en que crece el musgo en un muro, en cómo los árboles buscan la luz, en cómo un pájaro se detiene exactamente en el mismo cable cada mañana.
El sentido del olfato
La búsqueda
Yo lo escuchaba, y en el fondo, sabía que también me estaba escuchando a mí mismo. Ese "yo" más viejo, más silencioso, que existía antes del ruido de las redes. Un yo que todavía puede detenerse y ver.
Descendimos al arroyo
Después de caminar entre urbanizaciones divididas por barrancas, descendimos hacia el arroyo. Lo que arriba era contemplación y conversación pausada, abajo se transformó en otra clase de realidad: la que muchos prefieren no ver.
El arroyo, antes quizás un cauce natural, estaba ahora enfermo. Contaminado por la sobrepoblación que se ha ido amontonando cuesta arriba. A cada paso, el agua arrastraba basura, olor a olvido, a abandono. Sin embargo, la vida seguía latiendo allí abajo, entre casas levantadas sobre palafitos como si fueran embarcaciones ancladas al miedo.
Entrando al sub-mundo
Arroyo sucio
Algunas de esas viviendas colgaban sobre el agua, sostenidas por madera y esperanza. En tiempos de crecida, el arroyo sube muchos metros. Y aun así, la gente permanece. ¿Adónde irían?
Noté que, en años recientes, la población en esa zona ha cambiado. Donde antes había dominicanos, ahora dominan los inmigrantes haitianos, viviendo en condiciones aún más precarias. Se mezclan los acentos, los colores de piel, las luchas. Todos comparten la misma incertidumbre.
Ambiente 1
Ambiente 2
El puente a la otra realidad
El contraste era brutal: la contemplación no se opone a la realidad, sino que la profundiza. Caminar con mi amigo me enseñó que mirar con atención no es solo ver lo bello o lo simétrico, sino también reconocer las heridas del paisaje y de quienes lo habitan.
Y aun allí, en medio de todo, una flor silvestre había brotado junto a un muro, resistiendo. Como si la naturaleza también recordara quiénes fuimos… y quiénes podríamos volver a ser.
Y aun así, entre los escombros, había plantas. Mucha vegetación. Y silencio. Los lugareños salen temprano al centro de la ciudad, y durante el día esa zona queda casi vacía, como si la naturaleza recuperara brevemente su espacio. Una calma inexplicable habitaba ese fondo urbano.
Palafitos
Viviendas desconocidas
El libre perro
Finalmente, cruzamos a la otra urbanización. Llegamos a su casa, donde el mundo parecía volver a su eje. Tomamos café y tostadas. Hablamos poco. Había una satisfacción callada en el rostro de ambos. Como si la caminata no solo nos hubiese mostrado la ciudad, sino también a nosotros mismos.
Barranca a lo lejos
Rumbo a la barranca
Dentro de la barranca
Hablamos entonces de Dante y Virgilio, de sus descensos y ascensos en la Divina Comedia. Y como en ese poema, mi amigo me mostró un nuevo lugar: una gran barranca cubierta de árboles altos, con un viento persistente que acariciaba las ramas como un murmullo antiguo. Aquel sitio invitaba a quedarse toda la tarde, en absoluto silencio. Pero había que seguir.
Ese nuevo rincón de la ciudad —que no conocía— ya lo siento mío. Lo reservo para futuras caminatas, futuras contemplaciones.
Porque este viaje no era para filmar ni documentar en YouTube. Era otra cosa. Era ver. Estar. Estar sin distracción, con la mirada limpia, y la mente disponible para el asombro.
La hoya de la zurza
Detalle natural
Buscando
Tronco gordo
La conexión del tronco
Tomando fotografías
Entonces hicimos otra parada. Estábamos en las barrancas de La Zurza. Caminamos entre plantas y quietud. Los árboles, de troncos gruesos, parecían guardianes. Ya no soplaba el viento: estábamos en una hoya, un cuenco de tierra profunda y callada. Mi amigo me hablaba de Vacá y sus historias míticas, cuando de pronto, un caballo blanco salió de entre unas ruinas. Estaban ocultas entre la maleza, como un anfiteatro perdido, con un aire de ruinas griegas en el corazón de la ciudad.
Palmas de coco gigantes
Ruinas del antiteatro
La sorpresa salía
El y la sorpresa
Fue un momento suspendido. Irreal. Como si hubiéramos cruzado a otra dimensión.
Ascendimos una cuesta empinada que nos llevó, poco a poco, de nuevo al centro urbano. Pero ya nada se sentía igual. La ciudad era la misma, pero nosotros habíamos cambiado. O quizás habíamos recordado algo olvidado.
Maravilloso!
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